Sombra-de-Mapache
–Estás en problemas, indio. –El sargento Kent miraba con fijeza a su detenido. Le brillaba la calva por el sudor, lo que le confería un aspecto más amenazador. El sargento Coren permanecía en la sombra de la habitación con los brazos cruzados.
–Es mejor que colabores, Jonás. No queremos meterte en líos.
–Ya estoy en un lío. No voy a declararme culpable. No he hecho nada. –Jonás se mantenía solemne. Hablaba despacio y seguro de sí mismo.
–Mira, Indio, te han cogido con las manos en la masa. Es mejor que nos digas que provocaste el incendio.
–Me llamo Jonás, no Indio. –El puño del sargento Kent salió disparado al ojo del detenido como una centella.
–Te llamas como yo diga, ¿has entendido?
–Sí. –La zona golpeada comenzó a enrojecerse con rapidez.
–Dime entonces qué hacían tus huellas por todo el almacén.
–Yo trabajo allí. El fuego se inició cuando estaba descansando en mi casa. No tuve nada que ver.
–Han muerto dos hombres, indio.
–Lo sé, me lo dice cada cinco minutos, sargento. –El sargento Kent lanzó su mano hacia Jonás. Aquella bofetada se la esperaba y pudo anteponer el brazo. Le tembló el bigote de impotencia. Fue el sargento Coren, situado a la espalda del detenido, el que lo derribó de la silla. Al momento lo levantaron entre los dos y lo situaron de nuevo ante la mesa. El sargento Coren habló por primera vez mientras tomaba asiento.
–Eres Jonás Johnson, conocido entre los tuyos como Sombra-de-Mapache. Estuviste en los marines desde los dieciocho hasta los treinta años. Hace doce años que vives aquí en Arizona. Trabajas de mecánico en la empresa de mensajería There-By, reparando los vehículos de reparto. Queremos saber más, Jonás. ¿Por qué había restos de explosivos termita en el almacén?
–No sé de qué está hablando, yo estaba durmiendo en mi casa.
–También hemos encontrado un detonador, los usaba el ejército hace veinte años.
–¿Y qué quiere que le diga, sargento Coren? ¿Quiere que le responda que lo guardé durante veinte años desde que salí de los Marines para usarlo precisamente ahora? ¿Justo cuando he encontrado cierta paz en mi vida? ¿A mis cincuenta años? ¿Con todo qué perder?
–Exacto, eso es lo que dice esta declaración. Fírmela.
–Era mi lugar de trabajo, soy inocente. No tiene sentido que vuele todo por los aires. Mi hermano es el dueño de la empresa. Simplemente, no tienen a nadie mejor a quién culpar. –El sargento Kent se abalanzó contra Jonás pero Coren lo detuvo antes de que lo golpeara otra vez. En lugar de agredirle, lo amenazó, señalándolo con el dedo.
–¡Sabemos quién eres, indio! Más te vale firmar la declaración de culpabilidad o saldrás con los pies por delante. No queremos calaña de la tuya por Chattanooga. –El detenido miró largamente al sargento Kent, estaba respirando con agitación y su calva brillaba por el sudor. Jonás supo que, además de odio, sentía miedo, el bigote seguía temblando. Sombra-de-Mapache supo entonces que el sargento Kent pertenecía a Marconi. Decidió mantenerse tranquilo hasta que llegara su abogado.
–Vamos, firme. –Dijo Coren. –Es la única opción.
–No. Mi abogado está a punto de llegar. El sabe que soy inocente.
–¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabe?
–Porque duerme en la misma casa que yo, es mi hermano.
Al momento, la puerta se abrió y entraron el teniente Harrison junto a otro hombre que guardaba gran semejanza con el detenido. En lugar de vestir camisa de cuadros y pantalón vaquero, iba de traje pardo y corbata tejana. El pelo largo y negro lo llevaba recogido en cola de caballo, sujeto por dos plumas de águila. Jonás levantó la cabeza a modo de saludo hacia su hermano Joel.
–Exijo que liberen inmediatamente a mi cliente. El no ha tenido nada que ver con la explosión. –Joel miró a su hermano en silencio, valorando el ojo hinchado que crecía por momentos. –Veo que mi hermano ha sufrido brutalidad policial. Bien –se volvió hacia el teniente Harrison –les demandaremos por eso.
–¡Kent, Coren! Espero que haya sido durante la detención y que haya habido resistencia.
–Ha sido ahora mismo. –Respondió con tranquilidad el detenido.
–Vamos Jonás, no tienes que quedarte aquí por más tiempo.
–Espere, –interfirió el sargento Kent –no puede irse, está detenido.
–Ahora ya no, sargento. Mi hermano tiene una buena coartada. Esta es la declaración jurada de cinco personas que aseguraron estar con Jonás a la hora de los hechos. –Entregó el documento al teniente Harrison, el hombre de avanzada edad estaba furioso con sus empleados y les dirigía miradas llenas de odio contenido. –Y tanto que mi hermano tiene coartada, –Joel hablaba conteniendo el enfado –vivimos todos en la misma casa. Su familia y la mía. Cenamos juntos, bebimos unas copas antes de ir a dormir, como de costumbre, y hemos desayunado todos a las siete de la mañana. Jonás se ha presentado en su lugar de trabajo, ajeno a los hechos, a las siete y media. Ustedes lo han detenido sin más sospecha que ser cherokee. Cuando realicen una detención, asegúrense de hacer bien su trabajo; sin que interfiera ese molesto racismo. Me avergüenza sobre todo usted, sargento Coren, siendo negro. –Dicho esto, tanto Joel como Jonás abandonaron la sala de interrogatorios hasta la salida de la comisaría.
En cuanto llegaron al todo-terreno reluciente de Joel y hubieron montado, el abogado comenzó a reprender a su hermano.
–Te dije que era arriesgado, Jonás. No me escuchaste. Ahora nos has puesto en peligro.
–Eran ratas, Joel. Trabajaban para Marconi, los vi salir del Ipanema con mis propios ojos. El puto local de Marconi, Joel. Había que hacer algo.
–¿Por qué hacerlo en el almacén? ¿Te has vuelto loco?
–Vamos a culpar a Marconi. He dejado un sendero bastante obvio que seguirá la policía hasta su organización. Todo apunta a un ajuste de cuentas entre ellos.
–¿Y qué pasará cuando nos relacionen? ¿Has pensado en eso? Acabas de jodernos, hermano.
–Nada de eso. Para los policías no somos más que escoria. No existimos. Somos un simple mecánico y un abogado con suerte que se ha beneficiado de las leyes por la igualdad.
–Pero si siguen el rastro…
–No hay rastro, hermano. Te lo dice Sombra-de-Mapache. –Tras unos minutos de silencio, añadió –El sargento Kent… Lo noté muy nervioso. Seguro que es de Marconi –Joel frenó un instante y volvió a acelerar el todo-terreno.
–¿Lo ves? Tu rastro hacia Marconi está borrado. Un plan fantástico, Jonás. Ahora tenemos al pez gordo con sus enormes ojos fijos sobre nosotros además de la investigación policial.
Jonás guardó silencio. Había estado seguro de lo que hacía en todo momento pero si Kent era de Marconi, podría bloquear la investigación y reconducirla hasta él. Pensaba en cómo arreglar aquel entuerto cuando llegaron por fin a su vivienda. Joel accionó la puerta del jardín y ésta comenzó a retirarse. Pasó el todo-terreno por el camino de grava hasta el garaje subterráneo, situado bajo la piscina. Allí vieron un Chevrolet verde que les resultó familiar.
–¿Tenemos visita? –Jonás temía que Marconi se hubiera adelantado a sus movimientos y hubiera enviado a alguien. Joel se encogió de hombros.
–No aparcarían en el garaje.
Subieron con precaución por las escaleras hasta comprobar que en su casa transcurría la normalidad. Los niños veían la tele o jugaban en el salón. Samantha y Carol hablaban animadamente en la cocina. Una voz de hombre desconocida contaba una anécdota divertida. Entonces escucharon aquella voz, fuerte aunque rasgada por la edad. Los dos hermanos apresuraron el paso al unísono hasta irrumpir en la cocina. El señor Camus disfrutaba de un té inglés cuando advirtió su llegada, se levantó con los brazos abiertos y se reunieron los tres en un abrazo.
–Mis pequeños cherokee de Chattanooga, cómo me alegro.
–De pequeños nada, Camus. Sombra-de-Mapache tiene cincuenta primaveras. Y yo, zorro-aullador, ya he alcanzado las cuarenta y siete.
–¿Qué fue de Halcón-en-Silencio?
–Pasó al mundo de los espíritus hace siete años. –El señor Camus se mostró apesadumbrado.
–Cómo lo lamento, chicos. Hubiera deseado hablar con él por última vez.
–Brindemos por Halcón-en-Silencio, –dijo Jonás levantando una cerveza –que su espíritu sea el más fuerte allá donde esté.
Todos alzaron las bebidas, incluido Harry. Era el único que no había conocido al difunto hermano. Se moría por saber cómo había fallecido pero el señor Camus había sido claro; nada de preguntas.
–Supongo que queréis saber qué hago aquí. Como podéis suponer, no he venido únicamente a tomar el té. Permitidme presentaros a Harry. Es mi nuevo asistente personal. Tanto él como su mujer Michelle gozan de mi plena confianza.
–¿Y su mujer ha venido también? –Preguntó Joel mientras estrechaban las manos.
–Así es, aunque está trabajando en un asunto.
–Exacto, trabajando, aunque tengo entendido que ya ha terminado. Y a eso hemos venido, a trabajar. Harry y yo hemos estado liados con un asunto un tanto complicado.
–Un asunto de limpieza.
–Llevamos varios meses en Tennessee, recopilando información sobre Marconi. Cuál fue mi sorpresa cuando vi a mi viejo discípulo Sombra-de-Mapache preparar aquel trabajo. En cuanto supe de vosotros localicé a vuestras esposas. Llamé temprano a Carol para concertar esta visita. Jonás, eres chapucero y descuidado. Te mereces una buena reprimenda. –El hombre fornido de la camisa a cuadros enrojeció avergonzado y bajó la vista. –¿Qué vas a hacer para solucionarlo?
–No lo sé, señor Camus. Como bien dice Joel, la he cagado.
–Es cierto, la has cagado. Todos la hemos cagado alguna vez pero nuestra capacidad de supervivencia depende de encontrar una solución. Piensa.
–Si Marconi no estuviera entre nosotros, el problema se acabaría. Debería de preparar algo contra él pero está bien escoltado.
–Alguien como tú no puede acceder a Marconi. Ni siquiera yo podría acercarme. Tiene siempre un perímetro de seguridad de quinientos metros. Pero Marconi tiene una debilidad, como la tenemos todos. Las mujeres hermosas. Si además, la mujer es de cabello rubio y ojos puros como el cielo, la debilidad está asegurada. Aún así una mujer de esas características no puede llegar y presentarse ante él tal cual. Somete a cualquier sospechoso a un examen exhaustivo, teme a los federales más que a otra cosa en el mundo.
–¿Cómo sabes todo eso? –Joel bebía la cerveza con asombro. Se había quitado las plumas de águila y su pelo lacio caía sobre sus hombros.
–Hay que conocer al objetivo. –El señor Camus agotó el té de la taza. Se limpió con esmero la barba y los bigotes canos. –Como iba diciendo, Marconi es cauto hasta la paranoia, excepto cuando cree tener la situación controlada. Cuando entra en su cafetería de siempre y ve a una desconocida rubia despampanante, vestida con sencillez, tomando un desayuno ligero en la mesa habitual del mafioso… Cree que tiene la situación bajo control. Es entonces cuando trata de seducir a la chica, la invita a desayunar y se desvive por intercambiar una breve conversación con ella. Las reticencias solo le vuelven más confiado y, al final, ella acaba por ceder una plaza junto a ella. El anillo de casada solo hace que Marconi vea que aquella mujer es de verdadera confianza y se deja llevar. Con un poco de interés por parte de la chica, él está ya comiendo de la palma de su mano. Entonces la chica no tiene nada más que poner discretamente el veneno en la bebida y así poder acabar con la vida de Marconi sin ningún tipo de sospecha.
–Pero la chica moriría en cuanto Marconi se llevara las manos al cuello. –Señaló Jonás.
–Existe una sustancia que provoca un paro cardiaco a las tres horas de haberlo ingerido. El corazón se pone rígido como una piedra, no hay forma de reanimarlo. La muerte es inevitable. Yo podría conseguir ese veneno.
–¿Se puede hacer? – Jonás había recuperado el ánimo. Había puesto un filete de carne sobre su ojo morado. –¿Podemos quitarnos de encima a Marconi?
–Amigo mío, ya está hecho. Marconi murió esta mañana en Knoxville, tres horas después de desayunar en su cafetería de confianza. Lo único que hizo fue intercambiar una breve conversación con una desconocida, a la cual invitó a cenar y fue rechazado con educación. El efecto del veneno le hizo efecto en su oficina, estaba reprendiendo a uno de sus lugartenientes cuando sufrió el infarto. No hay culpables. Por eso es importante conocer a tu objetivo. Si no podemos preparar una trampa adecuada, que sea el objetivo el que la prepare por sí mismo.
Jonás se puso en pie y levantó al señor Camus de la mesa. Lo abrazó con tanta energía que el filete de su ojo fue a parar al suelo. El señor Camus frotó la cabeza del indio cincuentón.
–Te vienes conmigo, Sombra-de-Mapache; tienes que desaparecer una temporada. Me vendrán bien otro par de manos fuertes en Nueva York.
1 COMENTARIO
Excelente! Esta saga engancha, quiero más!!