Tres empleadas
Las tres chicas solían acudir al café Francesco, era el más cercano a su puesto de trabajo. Aquel día necesitaban evadirse de los problemas que tenían en la oficina. Francesco saludó con afabilidad. Las mujeres respondieron con poco entusiasmo. Catherine Anderson había vuelto a hacerlo. Se había ensañado con las tres. Fueron ridiculizadas delante de James, el director del proyecto. Tenían una expresión sombría en el rostro, mezcla de impotencia y hartazgo. El llanto, frenado en las gargantas, estaba a una mirada torva de florecer en cualquiera de ellas. Alice fue la que rompió el silencio.
–No puedo aguantar más. Está enferma. Es una psicópata. Solo intenta dejarnos mal delante de James.
–¿Cómo puede alguien tan inestable ocupar el puesto de coordinadora? –Esther se desprendió del bolso con la mirada triste.
–Es la amante del director, estoy segura –sentenció Jane –. Nadie duraría tanto en el puesto con tanta ineptitud.
–Lleva dos años tratándonos como si fuéramos tontas… Mañana presento mi dimisión.
–Ni hablar, Alice. Tú no vas a dejarnos solas contra esa zorra. Eres la más fuerte de las tres. Tomaremos otro camino.
–¿Qué pretendes que hagamos, matarla?
–Pero que parezca un accidente, no quiero ir a la cárcel.
Jane soltó una carcajada justo después de aquella frase. Las demás la acompañaron con timidez. Las tres mujeres enmudecieron de pronto. Se miraron entre sí con cierta culpabilidad. Francesco puso los sándwiches vegetales en la mesa.
–Perdonad que me entrometa, chicas. Cada día que os sentáis aquí escucho la misma canción. Creo que puedo ayudar.
–¿Cómo, Frank? ¿Acaso conoces a alguien dispuesto a mancharse las manos de sangre?
–Os sorprendería saber la de gente que aceptaría un encargo así. Sobre todo por ayudar a un trío de encantadoras damas. Por supuesto, nadie lo haría público; es un delito. Yo no lo permitiría en mi establecimiento. Pero si necesitáis un asesor para todo esto, conozco a alguien que conoce a alguien, ¿sabéis a lo que me refiero?
–Claro, Frank. Eres de origen italiano –dijo Esther –. Seguro que conoces a maleantes capaces de asesinar a una ejecutiva hija de puta.
–Esa afirmación es algo racista aunque podrías estar en lo cierto. En mi barrio siempre hay alguien que haría cualquier cosa por cinco mil pavos.
–¿Sólo cinco mil? Pensaba que los asesinos cobraban sumas desorbitadas.
–Los buenos, tal vez. Yo solo hablo de un tipo que debe mucho dinero. Puede que os ayude. Aunque si no estáis interesadas en ello, es mejor dejar pasar el asunto ahora mismo.
Las chicas volvieron a guardar silencio. Fue Jane quien rompió a reír de forma nerviosa, justificando aquella conversación.
–Eres muy gracioso, Francesco. Casi me lo he creído. Estamos muy sensibles esta mañana. Después de todo, no es tan grave. –Las demás chicas asintieron. Esther tomó uno de los sándwiches y lo devoró con apetito. Frank ofreció su mejor sonrisa.
–Disfrutad del almuerzo, chicas.
Tomaron aquel refrigerio en silencio, meditando por separado las consecuencias de un acto tan ruin. Al finalizar casi sentían vergüenza por haberse planteado la muerte de aquella superiora despótica e inestable.
Sin embargo, al día siguiente, las cosas se repitieron de nuevo. En aquella ocasión las lágrimas habían asomado a los ojos de las trabajadoras. Las tres chicas abordaron el café Francesco como si fueran náufragas recién rescatadas. Alice lloraba de furia. Jane de impotencia. Esther de genuina tristeza. Francesco no dijo una palabra. Cuando les sirvió la comanda, acompañó una tarjeta con un nombre y un teléfono. En el reverso había unas palabras escritas de su puño y letra. El mensaje daba instrucciones de cómo abordar aquel tema sin llamar la atención. Insistía en que le comunicaran que era él quien las había recomendado. Alice tomó la tarjeta y se la guardó en el bolso. Al finalizar la jornada laboral, las tres se marcharon a explorar la dirección de la nota.
Subieron al coche de Alice, era el más cercano. Jane ocupó el asiento del copiloto mientras Esther se acomodaba al lado de la silla para niños.
–Disculpa por la silla, Esther. Es de Sofía.
–No te preocupes. Tu hija tiene que estar enorme, ¿verdad?
–Seis años ha cumplido. Va al colegio que quiere su padre y nos cuesta un ojo de la cara. Por eso mismo no puedo permitirme perder el trabajo. Debo ir a recogerla en cuanto terminemos.
–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Jane con una risa nerviosa.
–Contratar la ayuda italiana, por supuesto. –Alice estaba decidida. Agarraba el volante con fuerza, concentrada en la conversación que tendría más tarde con el sicario. –Ya me he cansado de Catherine Anderson. No voy a sentirme humillada por ella ni un minuto más. Si eso nos cuesta cinco mil dólares, yo los pago encantada.
–¿Dónde llevas el dinero? –Preguntó Esther, sacando una pieza de Lego de su trasero y dejándola sobre la silla en miniatura.
–Está en mi bolso.
–Yo me refería a qué vamos a hacer con ese tipo. ¿Le damos todo el dinero, decimos a quién tiene que liquidar y ya está?
–Eso es lo que haremos, Jane. Esta situación es nueva también para mí. No se me ocurre otra forma de proceder.
–Pero puede desaparecer con el dinero sin realizar el trabajo.
–Es verdad, Alice –dijo Esther, apoyando el temor de Jane –. No podemos darle cinco de los grandes sin más. En las películas siempre dan la mitad al principio y la otra mitad después del encargo.
–Está bien, le daremos solo la mitad. Estamos llegando. No digáis ni una palabra. Dejadme hablar todo el tiempo, como en las exposiciones a Catherine Anderson.
Alice dejó el coche bien aparcado y se limitó a esperar. Al cabo de unos minutos, la puerta trasera se abrió. Un hombre joven, de aspecto italiano, subió al vehículo. Esther profirió un grito de pánico. Las otras dos mujeres, contagiadas por su compañera, gritaron también.
–¿Qué ocurre? ¿Me he equivocado? ¿No sois las amigas de Frank? –Alice se volvió hacia aquel sujeto.
–Somos nosotras, perdona. No esperaba que subieras al coche. Nos hemos asustado.
–Ya, comprendo. Bueno, lo que queréis no es fácil de tratar. Ni siquiera en la calle. Este es el lugar más seguro que se me ocurre. Me ha comentado Frank que necesitáis deshaceros de alguien para siempre.
–Es nuestra jefa. Es una hija de puta. Nos humilla y denigra a diario. No podemos soportarlo más.
–¿Por qué no se lo comunicáis a recursos humanos?
–Porque nuestra jefa se la come al director todas las mañanas. No solo al director, a quien haga falta. También a recursos humanos. ¿Quieres el trabajo o no?
–Os la quitaré de encima, seguro. Seguid vuestra vida como si nada. En menos de cinco días, el trabajo estará hecho.
–¿Te pagamos ahora?
–No, nada de eso. Llevadle el dinero a Frank. Él es quien lleva este asunto. Vosotras no habéis hecho nada, no me conocéis. Nunca nos hemos visto. De esa forma, la policía no podrá relacionaros con este suceso. Catherine Anderson, Edificio Presidencial Zelius. Estaré pendiente de ella. Ya os llegarán noticias a través de Frank con las novedades. Hasta nunca, señoras.
El hombre salió del coche y desapareció por el primer callejón a su alcance. Alice encendió el vehículo y abandonó la zona. Fue a recoger a su hija y después dejó a sus compañeras en casa. No volvieron a comentar el asunto a partir de entonces. Se limitaron a esperar, soportando los desmanes de Catherine Anderson cada mañana. En aquella ocasión, había esperanza. Sabían que la coordinadora no duraría más de cinco días. Soportaron las humillaciones con estoicismo.
En el cuarto día, Catherine Anderson se retrasó por primera vez en toda su carrera laboral. Alice, Jane y Esther esperaban en la sala de café con emoción. A las diez de la mañana les era difícil ocultar la sonrisa. Se acercaba la hora de la presentación del proyecto cuando el ascensor llegó a la planta. De allí salió Catherine con una indumentaria fuera de lo habitual. Estaba vestida con mallas de deporte y zapatillas a juego. Era la primera vez que se dejaba ver de aquella manera en la oficina. Portaba una bolsa de deporte que debía pesar unos cuantos kilos. La trasladaba con esfuerzo, delante de sus compañeros, hasta llegar al despacho. Saludaba con afabilidad, algo también inaudito. En nada se parecía a la Catherine Anderson que había estado el día anterior.
Alice, Jane y Esther estaban desencajadas. Los nervios provocaban error tras error. Sin embargo, Catherine mantuvo la calma en todo momento. Tras finalizar la exposición, la coordinadora aplaudió el trabajo y pasó a otro asunto. Cinco minutos antes de terminar la jornada laboral, la coordinadora convocó a las tres empleadas. Alice, Esther y Jane se personaron en el despacho de la superiora. Comenzó regalando toda clase de halagos por la exposición del proyecto. El director había quedado muy impresionado. Por supuesto, ella también.
–Sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza el percance que sufrí ayer por la tarde y que me ha retrasado para todo el día de hoy.
Las tres compañeras se miraron, reflejando prudencia en sus ojos.
–¿Qué percance? –se atrevió a decir Alice.
–Un hombre joven chocó contra mi Audi esta mañana. No contento con eso, vació el cargador entero de una Glock diecisiete milímetros contra la puerta del conductor. ¿Alguna de vosotras sabe por qué conozco el modelo de la pistola?
–¿La ha usado antes?
–Exacto, Jane. Ya había tenido una Glock diecisiete milímetros en mis manos, cuando estuve formándome como soldado en el ejército de este glorioso país. Ese hombre me obligó a recurrir al arma que llevo en la guantera, dispararle en las rodillas y comenzar una intensa conversación en la que acabó perdiendo la vida.
Catherine Anderson tomó la bolsa de deportes que había traído con ella. Abrió la cremallera y sacó la cabeza seccionada del sicario italiano. Estaba envasada al vacío, metida en un plástico trasparente para evitar el goteo. Las chicas gritaron de horror. Esther acabó orinando allí mismo.
–Os ha costado cinco mil dólares intentar borrarme de la existencia, hijas de puta. Yo me he gastado cincuenta mil pavos en hacer que este edificio se convierta en vuestra tumba. Desde hace tres minutos, las cámaras de seguridad no funcionan. Los vigilantes nocturnos no se presentarán. Las llamadas de auxilio que reciba la policía desde este edificio, no se atenderán. Estáis viviendo los últimos segundos de vuestra miserable vida.
Dejó la cabeza en la mesa. De la bolsa, Catherine sacó una ametralladora de tamaño medio y apuntó a las trabajadoras. Las tres intentaron levantarse de la silla y salir corriendo. Esther cayó de espaldas. Alice alcanzó la puerta antes que Jane. Sin embargo, Catherine ya había disparado. Fue una breve ráfaga. Había terminado con la vida de Esther en cuestión de segundos. Jane y Alice resultaron heridas. Se arrastraban por el pasillo, dejando sangre a su paso, mientras Catherine tomaba un machete de la bolsa. Con el filo, decapitó el cuerpo de Esther y mostró la cabeza a las renqueantes trabajadoras.
–¡Así vais a terminar! ¡No podréis salir de aquí! ¡Voy a por vosotras!
Catherine esperó a que la cabeza dejara de gotear y la colocó sobre la mesa de su despacho, junto a la otra ya plastificada. Dejó pasar unos minutos más, guardó el machete en la bolsa de deporte y tomó de nuevo la ametralladora. Consultó de nuevo el reloj. Ya tenían suficiente tiempo de ventaja. Había comenzado la cacería. Les demostraría la naturaleza de una auténtica depredadora. Había un equipo de limpieza listo para intervenir en cuanto ella diera la orden. Procuraría que esperaran el máximo tiempo posible. Iba a disfrutar de cada centavo gastado en aquella venganza.