Último paso hacia la frontera
Cliff Olsen avanzaba por el paisaje desierto, tirando de las riendas de la montura. Un viento ligero y cálido levantaba el pelo rubio del pistolero. El sombrero caía a su espalda, atado por un cordón alrededor del cuello. No se atrevía a subir a aquella yegua por temor a que cayera rendida. En la distancia, pudo ver algunas construcciones. Se trataba de un molino de viento y un granero. A su alrededor, el paisaje era menos árido. Comenzaban las praderas de nuevo. Animado ante aquellas casas en la lejanía, apretó el paso. El silbido de una locomotora confirmó la llegada a un lugar habitado.
Cuando llegó a la entrada del pueblo, comprobó el lugar. En el letrero de madera se podía leer en inglés: Maxwell Town, California. Se maldijo en silencio y decidió no usar su nombre. Pensaba que estaba fuera del país. Sin embargo, la frontera estaba a un tiro de piedra. Montó sobre la yegua y avanzó por la calle principal. Al pasar por delante de la herrería, el propietario lo detuvo y señaló el mal estado del animal.
–Se encuentra bien, amigo. Sólo necesita un poco de agua y de comida. –Descabalgó como acto de cortesía y extendió la mano al lugareño. –Me llamo William Maxwell. ¿Este pueblo tiene algún abrevadero?
–Lo tiene, sin duda. Malcom Reeds, encantado. Un poco más adelante puede usar el pozo de la cantina. Así podrá abrevar usted también, señor Maxwell. Disculpe mi curiosidad pero ese apellido es muy familiar aquí. ¿Tiene relación con algún Maxwell?
–Es el motivo por el que me encuentro ahora mismo en el pueblo. Quiero conocer a mi familia. –Aquella mentira disiparía cualquier sospecha sobre su procedencia. Estaba seguro de que habían quemado el telégrafo después del asalto a la diligencia. El canalla de Chastain había saciado su sed de sangre, incluso con las mujeres del pasaje. Todos murieron. Si la patrulla de aquel sheriff no los hubiera atrapado en pleno pillaje, hubiera sido más fácil. Los disparos de Chastain los atrajeron. Cliff había huido en aquella yegua, cargada con el botín. Sus compañeros se quedaron atrás, en pleno tiroteo.
–¿Tiene parentesco con los Maxwell? Yo lo veo muy semejante, sin duda.
–Como le he dicho, amigo herrero, eso es lo que he venido a averiguar.
–En ese caso, le ayudaré. Soy cuñado de Gregory Maxwell. Es el alcalde del pueblo. Se lo presentaré.
–Un placer, señor Reeds. Lo esperaré en la cantina, allí le contaré toda la historia. Siempre que le interese, por supuesto.
–Estoy intrigado. No se mueva hasta que llegue. Iré lo más rápido posible.
El pistolero se adentró en las pocas calles del pueblo hasta dar con el abrevadero. El agua salía de un pozo en el centro de la pequeña plaza. Un cartel en el exterior delataba el establecimiento donde iba a comer algo. Accionó la manivela de la bomba y llenó con agua fresca el depósito. Metió la cabeza junto a la de su yegua y sació la sed. El alivio fue inmediato. Tras sacar unas pocas monedas de las alforjas con disimulo, se adentró en la cantina. Manuela y José lo atendieron con amabilidad, refiriéndose a él como el gringo rubio. Les preguntó sobre la historia del fundador del pueblo. No tenía mucha esperanza en que dijeran gran cosa. Para la sorpresa de Cliff, ambos eran descendientes de la servidumbre del rancho Maxwell. Se atropellaban con las respuestas que Cliff lanzaba a la ligera. Parecían los historiadores de aquel lugar de cinco mil habitantes. Supo hasta el día en el que las vías del ferrocarril fueron inauguradas.
Después de comer los mejores frijoles con carne que había probado nunca, se presentó el herrero Malcom Reeds con otro hombre.
–Le presento al alcalde de la ciudad, Gregory Maxwell. –El hombre de cincuenta años tuvo síntomas de emoción nada más verlo.
–Joven, es usted el vivo retrato de mi padre. No se estaba equivocando usted, señor Reeds. Yo mismo, de joven, lucía casi el mismo aspecto. Por favor, cuénteme acerca de su procedencia.
–Ante todo, gracias por recibirme. Gregory Maxwell, estoy emocionado por saber de usted. Nací en Boston hace treinta y dos años. Aunque he viajado por todo el oeste americano.
–Interesante, los Maxwell procedemos de allí.
–Entonces, conocerán Downtown. Mi abuela se quedó embarazada de mi padre en aquel lugar. Ella juraba que Owen Maxwell era mi abuelo. Como estaba casado, no podía hacerlo público; tampoco reconocer al bebé. Le dejó una buena suma de dinero y se marchó hacia el Oeste. Quería fundar su propia ciudad.
–Mi padre nunca me contó esa historia. Supongo que sentiría vergüenza del adulterio…
–Si usted hubiera conocido a mi abuela cuando era joven, también hubiera puesto en peligro su honor, su familia y parte de su fortuna, era realmente bella.
–Estoy bastante seguro de que mi padre jamás estuvo en Downtown. Allí solo había marineros y maleantes.
–Bueno –se disculpó Cliff. Sudaba, no solo por el picante de los frijoles. Su embuste estaba comprometido –, ya sabe como son las abuelas; probablemente no lo conociera allí. Adornan las historias hasta tornarlas algo más poéticas. No se lo tome al pie de la letra.
–Entiendo, entiendo. Lo cierto es que mi padre viajaba a Boston dos veces al año cuando yo era un joven letrado. El viejo deseaba que el ferrocarril pasara por el pueblo y presionaba a la compañía occidental siempre que podía.
–.
–Está bien, le presentaré al resto de la familia. Si es cierta su historia, y no tengo por qué dudar de ello, usted es mi sobrino pequeño. Lo trataré como tal. Vamos al rancho Maxwell. Allí le presentaré al resto de la familia. Reeds, acompáñenos. Usted es como un hermano.
–Después de usted. –Cliff estaba aliviado y divertido en su interior. Si jugaba bien aquellas cartas, podría sacar un dinero extra antes de cruzar la frontera.
En la salida de aquella pequeña ciudad abundaban los almacenes. Gracias al comercio con la frontera, Maxwell Town estaba en pleno progreso. Los vagones del ferrocarril partían repletos de cajas hacia el Este. El rancho estaba a tres millas de distancia del núcleo urbano. Lo formaban siete edificaciones de madera delimitadas por una cerca de troncos pelados. Tenía más aspecto de fuerte que de rancho.
–Allí está, el núcleo familiar. El corazón de las finanzas de este pueblo. Sígame hacia la casa principal.
El aspecto imponente de aquel lugar hizo dudar un instante al pistolero. Cliff Olsen siguió al alcalde y al herrero hacia el interior de la empalizada. Los portones de troncos pelados se cerraron tras ellos. Cinco hombres de origen mexicano se aproximaron a las monturas. Tomaron las riendas y desensillaron el caballo del acaudalado propietario con rapidez. Se marcharon hacia los establos cepillando al animal y retirando los estribos.
–Todos los caballos que poseo son pura sangre, sobrino William. –Gregory sostuvo la puerta hasta que los dos invitados pasaron al interior. Malcom Reeds entró primero. –Pasen por aquí. A pesar de la riqueza de mi familia, yo no tengo hermanos. Tengo cuñadas. Más alegría me proporciona descubrir a un sobrino perdido de Boston de mi propia línea paterna.
–La alegría es compartida, querido tío –respondió Cliff mientras se quitaba el sombrero.
–Estoy deseando presentarte a mis hijos. ¡Daisy! ¿Dónde estás? ¡Tenemos invitados! Póngase cómodo, sobrino.
Cliff hizo caso de su anfitrión y tomó asiento sobre un sillón acolchado de orejas. Malcom estaba medio tumbado en un sofá cubierto de pieles de ciervo. Al cabo de un rato apareció Daisy, una mujer entrada en años con delantal a cuadros blancos y rojos.
–Ven que te presente a un pariente desconocido.
–Pero es muy joven, tendrá la edad de nuestro Robert. Aunque ese pelo tan rubio es de la familia, está claro. Encantada, señor Maxwell. –El pistolero se levantó del sillón y tomó la mano de Daisy.
–Un placer, señora Maxwell. Gracias por invitarme a su casa.
–Llámeme Daisy, hijo. Somos familia.
–¿Qué te parece si cenamos todos juntos esta noche?
–¿Te refieres a cenar con nuestros hijos? Con Melanie y Greta, más los niños, seremos dieciocho personas.
–Pues que vengan todos, quiero que sepan quién es mi sobrino. Tienes que conocer a tus primos, William. Estoy orgulloso de ellos. Los dos han llegado alto en la vida. Gerard vive en la casa frente a esta. Robert, en la última de todas. A mis cuñados los conocerás sin más remedio. De hecho, ya has conocido al primero.
–Será un placer presentarme a todos mis parientes. Me siento abrumado por tanta hospitalidad. Le doy las gracias de nuevo.
–Pues no sea tímido. Ahora está en casa, con la familia. Cuéntenos la historia de su vida.
Cliff estuvo trabajando en la tapadera desde que inició aquel juego. Les contó que salió de Boston con ánimo de ganarse un dinero como tratante de ganado. Convirtió los asaltos a las diligencias y los robos de ganado en simples anécdotas, donde omitía toda clase de delito. Fue algo más acertado al contar alguna trifulca de taberna. Como la vez en que tuvo el duelo con uno de los hermanos Dalton. Cliff fue más rápido, hiriéndole en el brazo con el que desenfundaba. Reconoció que se debió al azar. En realidad, apuntaba al corazón. Aquella anécdota era lo más importante que le había pasado en su historia. Gregory estaba divirtiéndose con la charla. Quedó impresionado por aquella osadía. En aquel momento, llamaron a la puerta.
Gerard y Robert atravesaron la entrada de la casa, discutiendo con buen ánimo entre ellos. Las mujeres y los niños los siguieron. Cliff se preparó para recibirlos. Cuando tuvo a Robert frente a él, tragó saliva. Había visto aquel rostro antes.
–Sobrino William, quiero presentarte a Gerard, mi hijo menor. Es juez del pueblo. Robert es el sheriff del condado.
Aguantó la tapadera todo el tiempo que pudo. Unió su mano con la de Gerard. Cuando tomó la de Robert, el intercambio de miradas fue inevitable. Había una sospecha de reconocimiento en el rostro del sheriff. Fue el mismo que los sorprendió en pleno pillaje de la diligencia. Solo esperaba que hubiera olvidado su cara.
–¿No os recuerda a vuestro abuelo? Mirad esos ojos. Y la boca, es exacta. Os presento a vuestro primo William Maxwell.
Los dos hermanos se miraron en silencio. Tras aquello, escrutaron al pistolero recién presentado. Robert fue más rápido en desenfundar que su hermano Gerard.
–Apártate de él, papá. Este hombre es un impostor.
Gregory realizó un salto, alejándose de aquel hombre. Cliff Olsen estuvo a punto de desenfundar aunque prefirió seguir manteniendo el papel que había fabricado para la ocasión. Era la única opción de supervivencia. Podía observar como las mujeres y los niños estaban armándose con escopetas. Su mente ya estaba trabajando en como salir de aquella casa.
–¡Están equivocados, vengo de Boston! ¡Escuchen al señor Maxwell, por favor! ¡Todo esto es un malentendido!
–Dado que somos representantes de las autoridades locales, tendrás un juicio aquí y ahora mismo. Usted responde a la descripción de un conocido forajido. Sheriff, alegue los cargos.
–Tengo la certeza de que nos encontramos ante Cliff Olsen, integrante de la banda de Chastain, el carnicero. Yo mismo los sorprendí en pleno acto criminal. Huyó en mitad de la refriega donde la banda fue detenida.
–No es cierto, yo soy William Maxwell. Será alguien con quien tendré parecido, nada más. Nunca he cometido un crimen.
–¿Entonces usted asegura no ser Cliff Olsen? ¿El único que se ha enfrentado a uno de los hermanos Dalton y ha salido vivo del encuentro?
Gregory Maxwell abrió los ojos de sorpresa ante las palabras de su hijo. Toda duda fue despejada. Sacó su propio revólver y disparó al impostor. Falló aquel disparo. Cliff Olsen arrancó una carrera hacia la pared opuesta a la salida. Las balas silbaban hacia él. Atravesó a la desesperada el ventanal del salón, rompiendo los cristales y perdiendo la respiración en el proceso. Cuando llegó al suelo, habían acertado tres balas en su cuerpo. Estaba sin fuerzas, sobre los cristales de la ventana. La familia Maxwell se asomó por el enorme hueco. Abrieron fuego ante la figura tendida en el suelo. Cliff Olsen perdió la vida cuando estaba a un paso de la frontera.