Un nuevo jugador
Gilbert Dyson era el consejero de Mancino. Se ocupaba de los asuntos legales de la familia. Entre aquellas tareas, estaba incluido el reclutamiento de activos válidos. El jefe estaba preocupado. Había ordenado a Gilbert una misión que pondría fin al acoso constante de su enemigo. Debía conseguir a un jugador de billar. Un viejo conocido. Fue desde Los Ángeles hacia Las Vegas, en la limusina del jefe, con el único propósito de reclutar a aquel viejo. Lo encontró detrás de las calles más emblemáticas de la ciudad. Los casinos eclipsaban cualquier otro establecimiento de apuestas. Aquello incluía al Roast-Pool Cue, el local que estaba buscando. Unos cincuenta coches salpicaban aquel amplio aparcamiento, dejando espacio libre suficiente para que la limusina. El local tenía abiertas dos de las doce salas para el juego. La afición había descendido, subyugada por los casinos cercanos.
Aquel local había conocido mejores tiempos. Vincent Palermo jugaba en la mesa central. Ocho años atrás era un miembro activo de la familia. Gilbert debía convencer al viejo bajo todos los medios a su alcance. A Gilbert lo acompañaban dos hombres de su confianza. Llamaban la atención de todos los feligreses. El jugador apenas levantó la vista de su taco. Iba clavando cada bola en su correspondiente tronera, las palabras de Gilbert parecían caer en saco roto.
–Estamos desesperados. Jamás hubiera venido a verte de tener este asunto bajo control.
–Bueno, Gilbert. Ahora me dedico a lo que más me gusta. Los asuntos importantes deben estar en cabezas mucho más capaces.
–La cabeza más importante no logra conciliar el sueño.
–¿Tan mal está la cosa? Mancino no ha perdido el sueño en la vida. –El hombre, a pesar de su edad, se movía con agilidad en la mesa. Había acertado todos los tiros, dejando a la espera a su joven rival. Su rostro afeitado era cuadrado. Mantenía su pelo hacia atrás, bien fijado con gomina.
–Hemos perdido Nueva York. Está fuera de nuestro alcance.
–Un asunto serio. Mancino habrá perdido mucho dinero. ¿Quién controla ahora la gran manzana?
–Nadie. Está bajo el protectorado de un viejo compañero tuyo. El señor Camus.
Vincent Palermo desvió la trayectoria de su taco tras escuchar aquel nombre. Por fortuna, la bola blanca quedó intacta. Guiñó un ojo a su rival, para que entendiera que lo estaba provocando. En su interior, el corazón estaba acelerado.
–Estoy jubilado, Gibert.
–El bastardo de Camus también. Sin embargo, sigue más activo que nunca.
–Tendrá sus motivaciones –respondió el jugador, metiendo la última bola en la tronera. El jugador más joven miró hacia el techo y sacó su cartera. –Son trescientos, Jimmy. La próxima vez ten más cuidado de lo que presumes, amigo.
El joven se marchó de la mesa tras pagar de mala gana. Palermo tomó las bolas de nuevo y las colocó en el triángulo de plástico.
–¿Juegas al billar, Gilbert?
–Cuando era adolescente me pasaba el día jugando.
–¿Te apetece probar? Puedes comenzar el juego.
–No.
–El trabajo lo es todo, por lo que veo. –Vincent Palermo estrelló la bola blanca contra la formación, causando un estruendo sobre la mesa. Tres esferas fueron al fondo de las troneras.
–No lo entiendo, Palermo. ¿Por qué te niegas a ver a Mancino? Que yo sepa, nunca has tenido problemas con él. Es más, te considera casi un padre.
–No es por él. Es por su depredador. Camus… Ya le conozco. Coincidí en una ocasión, hace tiempo. Un tipo muy amable. Tanta amabilidad me hacía sentir incómodo.
–¿Has trabajado con él?
–En efecto. –Dejó el taco apoyado en la pared mientras robaba un rápido sorbo a su bourbon.
–¿En Estados Unidos?
–En Europa. Roma, a finales de los setenta. El trabajo contra Albino Luciani. Te debe sonar el caso, o tal vez no. Fue bastante discreto.
–No caigo en este momento. Apenas conozco a los jefes de Roma, ¿de qué familia era? –Vincent Palermo sonrió después de robar otro largo trago de bourbon.
–De una familia muy extensa: la católica. Fue Papa durante un periodo de tiempo… escaso. Puso nerviosa a mucha gente dentro del Vaticano. En seguida recurrieron a nosotros. Camus y yo debíamos acortar su mandato lo máximo posible. No fue fácil. El tipo estaba blindado, no había forma de acercarse a menos de un kilómetro. –Vincent apuró el vaso. Recuperó el taco de la pared y continuó con la partida. –Recuerdo, más que nada, el calor asqueroso de la ciudad. Me mantenía de mal humor. La amabilidad del señor Camus también me ofendía. Discutimos por el trabajo y nos separamos, actuando cada uno por su cuenta. Yo opté por abatir al Papa con un rifle de francotirador. Había localizado un edificio perfecto para meterle una bala en la cabeza. Pensaba hacerlo el domingo de homilía. El señor Camus, sin embargo, tuvo una idea más efectiva. Sedujo durante días a la doncella que servía el té en el Vaticano. Solo tuvo que cambiar una cucharilla de plata por otra con veneno. –Otra bola se coló en agujero donde Palermo apuntaba. –Simple y fácil. Nada de ruido. Nuestro objetivo se durmió para no despertar jamás. Ni siquiera levantamos una investigación policial. Yo no hubiera imaginado algo tan efectivo y con tan poco riesgo. También es cierto que los venenos no son mi especialidad. Lo mejor es que nos pagaron la cantidad acordada a ambos, algo que tuve que agradecer a aquel tipo. Él había hecho todo el trabajo, después de todo.
–¿Qué especialidad tiene Camus?
–Todas, supongo. Es difícil determinarlo. Yo lo vi matar con veneno pero me consta que sabe de explosivos. Estuvimos barajando la posibilidad de poner una bomba en el coche. Tiene buena puntería, estuve practicando tiro con él. Seguro que podría matar de la forma que quisiera. Sabe hacerlo con discreción o a plena vista. Puede crear un casus belli entre familias o apaciguar a dos rivales que han jurado odiarse de por vida. Es como un ángel exterminador, si se lo propone.
–¿Podrías neutralizarlo? –Vincent levantó la vista de su taco. Su pelo cano, peinado hacia atrás, parecía encresparse ante la pregunta.
–No, amigo. Nadie puede neutralizar a la muerte. Si Camus te ha elegido, llegará, tarde o temprano, sin que puedas hacer nada para impedirlo. –Otra de las bolas se coló por la banda derecha.
–Usted es el único que conoce al señor Camus. Sea el asesor de la familia Mancino. Ni siquiera tendrá que mancharse las manos.
–A parte de rumores y anécdotas, no puedo aportar gran cosa.
–Puede ofrecernos, además, su experiencia. Y esos rumores y anécdotas nos resultarán muy útiles.
–Voy a costar caro.
–Mancino está dispuesto a pagar tres mil dólares.
–¿Al mes?
–Al día.
–Joder, Gilbert… estáis desesperados… –Con un golpe seco, Palermo golpeó la bola blanca. Esta chocó contra la bola granate, que entró en el agujero. Rebotó en la banda superior, introdujo la bola azul y siguió su recorrido hasta meter la bola amarilla.
–Mancino quiere que estés con nosotros. Lo quiere a toda costa y por las buenas. Sin embargo, ha investigado tus asuntos. Sabe que ya no sacas dinero con este local. La mayoría de tus ahorros los has perdido en el juego. Este garito es la última fuente de ingresos que tienes.
–El jefe se ha informado bien.
–La oferta que te hace es más que generosa. Es un ruego, y Mancino no ruega nunca. Si voy con una negativa, las cosas se torcerán. Se pondrá de mal humor y pensará que, si no estás con nosotros, estás en nuestra contra. Lo veo venir. Se le pasarán ideas extrañas por la cabeza, como que hayas llegado a un acuerdo con Camus.
–Eso es absurdo. Tengo una deuda de honor con la familia Mancino.
–Pues págala. –Por primera vez, Gilbert elevó la voz más de lo necesario. Los guardaespaldas se pusieron en alerta. –Vuelve y calma al hijo de puta de nuestro jefe. Cántale una nana porque está jodidamente asustado. Evítame que tenga que volver con gasolina y automáticas.
Vincent Palermo se quedó congelado sobre la mesa, manteniendo el taco en posición y meditando aquel asunto.
–¿Qué ha hecho Camus para acojonar tanto al jefe?
–Se ha cargado a la mitad de los capos de Fratelli. Creemos que al mismo Fratelli. También ha actuado en Los Ángeles. Ha reunido un equipo y tienen capacidad de intervención en todo Estados Unidos. Sabemos que los hermanos Cherokee están con él. Creemos que quiere montar su propia familia.
Palermo entrecerró sus ojos. Introdujo la bola negra con una carambola a tres bandas. Después, desmontó su taco profesional y lo introdujo en el estuche.
–Se ha vuelto loco. Quiere enfrentarse a todas las familias, por lo que parece. Sus acciones solo van hacia una dirección… el suicidio. Matar a los capos de Fratelli… Camus trabajaba para esa familia.
–Bien, bien… Esa es la clase de información que necesitamos. ¿Podemos contar contigo de una vez?
–Estoy dentro, maldita sea. Has despertado mi curiosidad. Ese viejo tiene algo más en mente y quiero averiguarlo… ¿Tengo que subirme a esa mierda de limusina ahora mismo?
–Me temo que sí. El jefe quiere verte cuanto antes.
–¿Me traeréis después a Las Vegas?
–Claro. Puedes quedarte con esta mierda de limusina, si así lo quieres.
El rostro arrugado de Palermo sonrió con amplitud. Tomó el estuche y levantó la mano a modo de despedida. El gesto iba dirigido a sus compañeros de las otras mesas. Una ovación se levantó cuando salió por la puerta. A continuación siguió a Gilbert y a sus chicos al exterior.
–Llévame a ver al paranoico de nuestro jefe, Gilbert. Espero que tengas bourbon en el coche.
–Tenemos todo un mueble-bar. Sírvete y ponte cómodo. Y Vincent, gracias por ser tan razonable.