Un toque divino
Sudoroso y todavía temblando, despertó por el dolor. Había oído la voz del monje de rostro impenetrable. Él le había llamado. Tenía que encontrar a la chica. No perdió tiempo en desayunar, se vistió con el traje oficial y salió directo hacia la sede de su orden. Aquel día hizo uso de su cargo de Guardián por primera vez y accedió al edificio Mausoleo mostrando su identificación. Esperó pacientemente a tener acceso al despacho de su superiora.
–Me alegro de que se deje caer por aquí, Guardián. Hace meses que no nos vemos.
–He estado ocupado en asuntos importantes de la orden.
–Recordaría haberle asignado alguna misión, algo que no he hecho desde hace tiempo. Apesta a alcohol y, por lo que revela su aura, ha estado drogándose. No se deje llevar por su juventud y céntrese en este trabajo o me veré obligada a cesarle.
–A eso vengo, Centinela. Tengo un asunto importante del que hablar.
–¿De qué se trata?
–El Señor de los Heraldos me ha visitado en sueños.
–Eso es prácticamente blasfemia, Guardián. Te has pasado toda la noche metido en ácido y ahora sufres sus consecuencias.
–En absoluto, Centinela Ágreda. Esta noche he hecho una excepción. La visión ha sido genuina. Debo encontrar a una persona, es urgente. –Oscar enfatizaba sus palabras mientras se frotaba el pelo rubio.
–¿Puedes probarlo?
–Sí. Puedo hacerlo.
–¿Cómo vas a hacerlo, desgraciado?
–El monje de rostro inescrutable me tomó de la mano… –Oscar mostró cuatro dedos marcados en el dorso de su mano derecha. Eran marcas esqueléticas y alargadas, cubriendo la mayor parte de la piel. –Muéstrala a todo el que dude. Es lo que dijo. –La Centinela Ágreda tocó la parte quemada. En el acto, su mente fue invadida con las imágenes del sueño que Oscar había tenido. El Guardián estaba respaldado por la entidad suprema. Su semblante cambió. Apartó sus dedos al instante y mostró temor y admiración a partes iguales.
–Pero… ¿Por qué a ti?
–Soy más simpático que tú. No pongas esa cara, Centinela Ágreda. Me lo dijo él mismo, en serio. Quería contactar contigo y, de pronto se dijo… no, Ágreda, no. Oscar es más simpático que ella.
–Algún día te arrepentirás de este sarcasmo. Probablemente antes de lo que imaginas.
–Permítame que tome un tono más serio, Centinela. No sé por qué el Señor se ha fijado en mí, sólo sé lo que debo hacer. Necesito ver los archivos de la orden. Tengo que encontrar a alguien y creo que trabaja para nosotros.
–Ni hablar. Tienes que venir conmigo. Debes compadecer ante el Gran Maestre.
–Primero, mi cometido, la voluntad del Señor es primordial.
–El Gran Maestre debe conocer la señal. Él te dirá cual será tu cometido. –La Centinela Ágreda se llevó la mano derecha al interior de su chaqueta. Oscar sabía que usaría el arma si desobedecía.
–Es típico. Temes equivocarte, no confías en lo que has visto. Creía que eras buena percibiendo cosas. Me equivocaba.
La Centinela Ágreda reprimió un insulto directo y salió del despacho. Oscar siguió sus pasos hasta llegar al ascensor. Esperaron los dos en un tenso silencio, intercambiando miradas hostiles. Cuando las puertas se abrieron, salieron a un espacio diáfano, iluminado por la luz del sol. Una enorme cortina de terciopelo dividía la estancia en dos, ocultando las dependencias privadas del Gran Maestre y su séquito. El olor a incienso era abundante y el grupo de doncellas que cuidaba al anciano se retiró cuando la Centinela y el Guardián avanzaron hacia el jerarca. El Gran Maestre estaba tumbado en su diván sobre las piernas de una joven acólita que masajeaba la cabeza con cuidado. Otras dos jóvenes mujeres frotaban el fofo cuerpo del jerarca aunque pararon ante la intromisión. El resto del harén desapareció tras unas pesadas cortinas de terciopelo azul. A aquellas tres, el jerarca no les permitió moverse. Deseaba que acabaran su cometido de la forma más placentera posible, como era habitual.
–¿A qué debo esta visita matinal, en pleno masaje revitalizador y sin aviso previo, Centinela Ágreda?
–Gran Maestre, traigo conmigo a este Guardián. Apenas ha mantenido contacto con la sede en varios meses. Ahora afirma que el Señor le ha visitado en sueños. Tiene una marca que lo demuestra.
–¿Lo has comprobado?
–Así es, Gran Maestre.
–Y me lo has traído porque dudas de su falsedad, de lo contrario ya lo habrías ejecutado.
–He creído que debía ser el Gran Maestre el que tomara la decisión.
–Quiero verte de cerca, Guardián. Dime tu nombre de pila.
–Me llamo Oscar Dero, Gran Maestre. Es un honor estar ante su ilustrísima santidad.
–¿Es cierto lo que dice la Centinela Ágreda? ¿Has recibido su visita?
–Ha sido esta misma noche, Gran Maestre. Aquí está su marca. Me tomó de la mano y me mostró a una mujer. Era joven y hermosa. Su pelo era oscuro, con reflejos rojizos y sus ojos tenían un verde intenso.
–¡Eso es blasfemia! –El Gran Maestre se incorporó de golpe, sobresaltando a las chicas; se retiraron para dejarle paso. –Nuestro Señor nunca escogería a alguien como tú. Elegiría al Gran Maestre, como ha sido siempre. Tú eres un simple Guardián. –Las chicas lo sostuvieron hasta que estuvo totalmente erguido. En aquel momento, agarró la mano señalada de Oscar y su semblante reflejó pánico. Retiró rápidamente el contacto y se alejó unos pasos con los ojos desorbitados.
–¡Centinela, acabe con este joven!
–Será un placer. –Oscar temía la llegada de aquel momento pero no reaccionó. Acababa de ver a la chica que buscaba. Era la acólita que masajeaba la cabeza del Gran Maestre. No la había reconocido hasta que la miró directamente. Antes de que la Centinela Ágreda sacara su pistola, tocó el brazo de la chica con la mano herida. Ésta se retorció y gritó de dolor unos instantes para caer inconsciente sobre el lecho del Gran Maestre. Las otras dos mujeres, espantadas, se perdieron detrás de la cortina azul con el resto de sus compañeras. Todo fue a cámara lenta a partir de entonces. La bala atravesó a Oscar el muslo derecho, haciéndole caer al suelo. Una segunda bala lo hirió en el hombro del mismo lado. Sangraba con abundancia. Trató de concentrarse para despertar su poder interior. Vio avanzar una tercera bala lentamente hacia su cabeza y lo atravesó sin consecuencia alguna. Durante un segundo, pasó al otro lado de la realidad, dejando tras de sí el reflejo de su cuerpo. El efecto duró un segundo, apareciendo de nuevo en el mismo lugar, como si jamás se hubiera ido. La bala se había alojado en la tupida alfombra del Gran Maestre, sentía el bulto caliente en su nuca. Oscar comenzó a sangrar por la nariz repentinamente. Había alcanzado su límite de poder. La siguiente vez que la Centinela apretara el gatillo, sería su fin.
Eloísa abrió los ojos aunque ella era una prisionera dentro de su propio cuerpo. El poderoso Señor de los Heraldos, aquel que era conocido como el monje de rostro impenetrable, había tomado posesión de la joven. La figura se elevaba a pocos centímetros del suelo, proyectando un aura de poder inmenso. El Gran Maestre se arrodilló ante la manifestación. Ella fue acercándose hasta posar su mano derecha sobre el rostro del jerarca. A los pocos segundos, el hombre ardía como una tea. No gritaba, no se retorcía de dolor. El cuerpo arrodillado del orondo Gran Maestre se consumía con lentitud, con total calma. Así permaneció, ardiendo lentamente, iluminado por la luz del medio día. La Centinela Ágreda quedó confundida. Decidió guardar su arma en lugar de rematar al Guardián. Se arrodilló ante la manifestación, esperando el destino que el Señor le concediera. La manifestación la ignoró y se posó en el suelo para levantar el cuerpo herido de Oscar Dero. Las balas se desprendieron de su muslo y su hombro, las heridas cerraron al instante. Oscar recuperaba el vigor junto con una oleada de poder jamás experimentada. Una vez restablecido, se arrodilló debidamente ante el Señor.
–No te ha importado dar tu vida para realizar mi voluntad. Eres un digno seguidor. Desde ahora, tú serás mi representante entre los seres humanos. –Oscar sólo pudo asentir a las palabras graves que la manifestación decía con pronunciación anti natura. Cuando pudo reunir suficiente valentía, se dirigió hacia la entidad.
–¿Qué debo hacer para servirle con eficacia, mi Señor?
–Cuidarás de esta chica mientras esté en mi plano. Es mi vehículo de entrada. Su nombre es Eloísa y se le tratará como a mí en mi ausencia.
–Se hará, mi señor. ¿Qué más desea?
–Deseo volver con vosotros pero de eso ya hablaremos más adelante. Ve y anuncia tu ascenso, declara que eres el primero de mis fieles. –Se quedó mirando a la Centinela Ágreda, arrodillada, esperando. –Esta mujer te desea la muerte, hazla tu sirviente personal. Desde ahora apagará su altivez con sus servicios, hasta que decidas lo contrario. Dejo su vida en tus manos.—La manifestación tomó la cara de la centinela entre sus manos. –Obedecerás. –La Centinela asintió. La mirada estaba vacía. Su voluntad se sometió.
Continurará…