Verdad inolvidable
El viaje había sido tranquilo, salvo por el ciervo. Si hubiera ido más rápido con el coche, lo hubiese embestido. Caía la noche y le quedaban dos horas de trayecto; debía extremar la precaución, Esteban veía mucha actividad fuera de los lindes de la carretera. Fue reduciendo la velocidad hasta situarse a la cifra sugerida en las señales. De ver uno o dos ciervos esporádicos, terminó por divisar una docena de ellos. Cuatro de los animales avanzaban por la cuneta con intención de cruzarse en su carril. Esteban tuvo que detener el vehículo. Un enorme semental con sus tres hembras bloqueó la carretera. Los cuatro ejemplares se quedaron parados frente al coche a pesar del estupor del conductor. Dirigió el vehículo al carril contrario para sobrepasar los indeseados obstáculos. El enorme macho se interpuso de nuevo en su camino. Esteban renegaba en voz baja, desesperado por aquel inconveniente. Pulsó el claxon pero los animales siguieron sin apartarse de la carretera. Lejos de amedrentarlos, Esteban consiguió que el macho comenzara a gemir con sonoro estruendo. Empujaba el aire con la cornamenta en su dirección. Las hembras observaban en todas direcciones, temerosas. El resto de animales se había esfumado. Tan solo aquellos ejemplares permanecían frente al vehículo, tozudos. Volvió a hacer sonar el claxon sin conseguir el efecto deseado, apartarlos de su trayectoria. El enorme macho había situado sus cuernos frente al capó y empujaba, empeñado en apartar el coche de allí. Esteban echó marcha atrás para evitar que el vehículo sufriera más desperfectos mientras maldecía al animal. Apagó la radio, la música clásica ya no lo relajaba. Aquellas bestias iban a obligarlo a tomar otra ruta más larga y no estaba dispuesto a ceder. Desde una distancia aproximada de cinco o seis metros, volvió a pulsar el claxon. El macho encaró su cornamenta de nuevo hacia la parte frontal del vehículo, avanzando unos cuantos pasos sin llegar al vehículo. Las hembras berrearon a la vez en agudos quejidos que hicieron a Esteban botar delante del volante. El corazón se le puso a doscientas pulsaciones por minuto cuando observó una enorme figura amarillenta a escasos metros detrás de los ciervos. El semental giró su cuerpo hacia las hembras, sobresaltado por una sensación súbita de terror. A pesar del peligro, no se movieron. Permanecían allí, estáticos. Esteban notó una atracción sobrenatural por aquel ser. Su sentido del peligro se desató dentro de su mente y reaccionó ante aquel peligro. Dirigió el coche marcha atrás con lentitud. Aquella bestia le recordaba en apariencia a un cocodrilo aunque con una tonalidad más clara, rozando el amarillo. Tenía un morro corto y una cola flexible, observó como enredaba aquella quinta extremidad en el cuello de una de las ciervas y lo quebraba con un enérgico tirón. Dirigió sus fauces a la hembra que ocupaba el centro de la agrupación. Lo que más aturdió a Esteban fue ver que andaba sobre dos patas y era el doble de alto que una persona. A la hembra le quitó la cabeza de un solo mordisco. Rasgó con sus extremidades delanteras el cuerpo descabezado y lo redujo a cinco partes en cuestión de segundos. Esteban notó que sus ruedas traseras salían de la calzada. Cambió de marcha rápidamente mientras observaba atónito la escena. Aquel ser le devolvía la mirada y el brillo que había detrás de aquellos ojos amarillentos no le gustó en absoluto. Pisando el coche al máximo en primera y girando el volante todo lo que daba a la izquierda, encaró el vehículo por donde había venido. La precaución en aquellos momentos brillaba por su ausencia. Sin llegar a una velocidad que le hiciera perder el control del vehículo, Esteban devoraba kilómetros de distancia tratando de poner el mayor espacio posible entre aquel ser y su persona. La velocidad de sus pensamientos cuadruplicaba fácilmente la del cuentakilómetros. Los ciervos, aquellos ciervos lo habían salvado de una muerte segura. Aquella bestia desconocida; aquella mirada, llena de astucia; aquellos ojos amarillentos; la sangre de los ciervos; toda la escena lo mantenía aterrorizado. Miró el volante, vibraba como si fuera por un camino pedregoso. Aminoró la velocidad y comprobó que el problema era él. Estaba temblando, rozando el colapso nervioso, tal y como indicaba su corazón. Necesitaba parar aunque no sabía si había suficiente distancia entre aquella bestia y el coche. Observó a poca distancia las luces de un área de descanso. Miró el reloj, había conducido cuarenta y cinco minutos después del suceso. Sin estar seguro de lo que hacía, dirigió el coche hacia la luz blanca que emitía la estación de servicio. La gasolinera tenía dos surtidores y detrás de estos había una cafetería reducida a su mínima expresión. Todavía temblando, dejó el coche delante de la entrada y pasó al interior de la pequeña sala. A excepción de los dos camareros, el establecimiento se mostraba vacío. Un fuerte olor se quedó impregnado en la nariz de Esteban cuando alcanzó la barra. Era un olor limpio aunque intenso. Le recordó al interior de un quirófano preparado. El camarero que lo atendió era calvo y con cabeza en forma de pera invertida. Sus ojos eran anormalmente grandes y su boca mostraba una sonrisa minúscula. El otro camarero era similar, sin duda parecían estar afectados por alguna deficiencia. Cuando Esteban tomó la taza para llevársela a una de las dos mesas vacías, el camarero lo detuvo posando la mano sobre su brazo. El hombre sudaba en abundancia, dejando una marca húmeda sobre la camisa de Esteban. Tenía el dedo meñique mucho más pequeño de lo normal.
–Quédese con nosotros, hombre. No hay muchos viajeros que paren aquí. –Esteban no pudo evitar una mueca de repulsión.
–He tenido una noche de infarto por algo que todavía no puedo comprender. Necesito asimilarlo a solas.
–Le ayudaremos, ¿Verdad Mig? Le vamos a ayudar. Le invitamos a ese café. –El otro camarero asintió, sonriendo y dejando caer una baba blanca que llegó hasta su cuello. Esteban se acomodó resignado sobre uno de los altos taburetes frente a la barra.
– ¿Cómo le ha llamado?
–Le he llamado Mig, de… Miguel. Le gusta más así. ¿Qué le ha ocurrido?
–Ha sido una experiencia muy extraña. He visto como un grupo de ciervos morían delante de mí. – El camarero asentía con una sonrisa en los labios, estaba claro que esperaba una historia con todo lujo de detalles. Esteban tenía miedo de contar la verdad. Aquella gente lo tomaría por loco. Detuvo un momento sus pensamientos y reflexionó. Aquella gente no parecía muy lúcida y no lo conocían de nada, daba igual lo que opinaran de él. Debía soltar aquella historia cuanto antes y racionalizarlo. Bebió un sorbo del café con leche y continuó hablando. –El caso es que estaban siendo cazados. Todavía me estoy preguntando si esos animales me salvaron la vida con aquella extraña actitud. Todo apunta a que sí.
–No le sigo, señor. –El camarero asentía con la sonrisa y la mirada vacía. Su compañero lo imitaba y se reía sin sentido.
–Los ciervos estaban siendo acechados por algo muy grande y desconocido, al menos era desconocido para mí. Se parecía a un cocodrilo pero mucho más grande. Era de un verde amarillento, muy llamativo. –Aquello despertó dos sonoras carcajadas en los camareros. Esteban se sintió ofendido. –Lo digo en serio, aquella criatura se quedó observándome mientras devoraba a uno de los animales. Lo partió con la facilidad con la que separas una alita de pollo. Fue aterrador… –Esteban reprimió un escalofrío. Dirigió su mano temblorosa a la taza y bebió, el café se había enfriado. Comprobó entonces el reloj de pulsera, había pasado una hora desde que llegara a la cafetería. Aquello no podía ser. Volvía la sensación de vértigo. Los camareros continuaban riendo.
– ¡Grul! ¡Grul! –Exclamaron ambos durante un buen rato con sonrisa histérica. Esteban abandonó el asiento y se dirigió a la salida. Le separaban unos diez metros de su coche. Los camareros volvieron a llamar su atención.
–Amigo, no nos ha contado el resto de la historia. –Rompieron a reír de nuevo. Esteban se volvió y escupió las palabras con desprecio.
–Gracias por el café.
Tres pasos después, algo desplazó su vehículo de un fuerte tirón. Las ruedas chirriaron dos segundos. Esteban quedó paralizado frente a la puerta. Un segundo golpe hizo saltar el coche varios metros hacia delante, metiéndolo en la carretera con el maletero totalmente hundido. Esteban trató de retroceder, resbalando en el acto y dando con su espalda contra el suelo. Movió los pies, alejándose todo lo posible de aquella criatura. Al otro lado del cristal, el ser amarillento arrastraba las piezas de carne de los ciervos descuartizados. Esteban trató de buscar ayuda en los camareros. – ¡Grul! ¡Ha regresado Grul! –Decían para romper a reír de nuevo. El ser se situó en la entrada y su tamaño fue menguando hasta alcanzar el de una persona media. Atravesó la puerta con normalidad y dirigió un intenso vistazo al cuerpo de Esteban. Esa mirada lo sonreía. Acto seguido, lanzó las piezas de carne con su cola y brazos hacia los camareros. Las agarraron con reflejos felinos y las amontonaron sobre la barra. Esteban fue arrastrándose por el suelo hasta quedar apoyado contra la pared del fondo de la cafetería. Los camareros saltaron frente a él y lo levantaron, inmovilizándolo contra la pared. La criatura verde pálido se encaró a él y Esteban observó con horror como iba transformándose. Esta vez no pudo reaccionar. Estaba paralizado, como los ciervos en la carretera. El ser adoptó una apariencia exactamente igual a la suya. En pocos segundos, la criatura se había transformado en su doble. Las manos deformes de los camareros lo mantenían con la cabeza apretada contra la pared. Su copia extendió un dedo índice y lo dejó apoyado en la frente del hombre. Sus sentimientos, sus recuerdos, sus pensamientos… todo su ser se desvanecía, absorbido por una fuerza inexplicable. La criatura habló con su propia voz.
–Este humano me va a venir muy bien. Será fácil establecerme en su entorno.
Esteban escuchó aquellas últimas palabras con pánico para caer sumido en la nada. Los camareros lo desnudaron y la criatura llamada Grul se vistió con normalidad. Era la misma imagen del hombre que había entrado nervioso en la cafetería. Los camareros portaron el cuerpo hacia el interior del establecimiento. La apariencia de ambos había cambiado y ya nada parecía humano en ellos. Conservaban la cabeza en forma de pera invertida con una boca más grande y llena de afilados dientes. Su piel era de un blanco sucio con motas grises esporádicas. Grul, con el aspecto de Esteban, siguió los pasos de las criaturas. La cafetería era un laberinto de pasadizos que contrastaba con el escaso tamaño de la edificación. El cuerpo de Esteban fue depositado en una cápsula. Había dos filas de doce unidades y todas estaban llenas de humanos, tanto hombres como mujeres. Grul fue a la habitación central. Surgió del suelo un panel de control y el ser con la apariencia de Esteban pulsó varios botones. El establecimiento comenzó a plegarse sobre sí mismo. Lo que había sido una pequeña estación de servicio pasó a ser un objeto ovalado de intenso brillo blanco suspendido a un centenar de metros sobre el suelo. Las criaturas pasaron a la sala de control donde habían surgido grandes pantallas que reflejaban las imágenes del exterior.
– ¿Vamos a escondernos en este planeta, gran Grul? –El ser con apariencia humana se volvió hacia su subalterno, sonriendo.
– ¿Escondernos? No hay necesidad, Mig. Este sitio es perfecto para que prosperemos. Aquí podemos formar un hogar.
–Un hogar, sí. Seremos los dueños.
–Sí, los dueños. Otra vez los dueños. –Grul calculó la ruta de navegación y puso el artefacto en marcha. El artefacto ovalado desapareció de aquel lugar como si jamás hubiera estado allí.