Vicios honestos
Tenía el vaso de whisky a medio beber cuando vibró su terminal. Marta no había terminado la felación. Ignoró la llamada y siguió sentado en el sofá, bebiendo la copa. Podía ver los edificios a través del amplio ventanal, frente a la cama. Marta hacía bien su trabajo, era la causa de que ignorara el teléfono móvil. Cuando vibró por tercera vez, supo que era urgente. Descolgó a su compañero Duchamp disimulando la voz.
–Estoy fuera de servicio.
–Es una emergencia, Henry. Acaba de estallar una bomba delante de mis narices. Ha sido en el aeropuerto.
–¿Estás herido?
–Me encuentro bien, no había entrado. Ven aquí de inmediato. Hay un follón de cojones.
–¿Has hecho el aviso?
–Claro que he hecho el aviso, he llamado hasta al servicio secreto. Mueve el culo hasta aquí.
–Tardo veinte minutos. Espera en el exterior, donde pueda verte.
Henry bebió el resto del whisky. Acto seguido, se concentró en eyacular, llenando la boca de Marta en pocos segundos. Se vistió más deprisa de lo que tardó en desnudarse. Debía cubrir una larga distancia hacia el exterior de la ciudad. Marta tiró de su chaqueta antes de que saliera de la habitación. Henry le entregó un billete de cincuenta, doblado en cuatro partes. Marta lo intercambió por la placa de policía.
–Gracias por hacer uso del guardarropa, detective.
–Volveré en cuanto pueda, no guardes nada hasta que regrese.
–Eso tendrá un recargo adicional, detective.
–Lo sé. Espera mi llamada. –Henry ya tenía un pie en el pasillo.
Cerró la puerta y recorrió el burdel hacia el exterior. Todavía no había oscurecido, la placentera tarde que había programado se evaporó por las buenas. Montó en su vehículo y se desplazó rápidamente hacia el aeropuerto. La sirena azul le facilitaba el camino hacia el lugar de la masacre. Por radio comunicó la explosión. Le confirmaron que había sido un atentado. Había varias unidades en camino, su presencia no era necesaria. Cortó la comunicación por radio y se encendió un cigarrillo. Apretó el acelerador y condujo tan rápido como pudo. Había llegado antes de que el tabaco se tornara ceniza. La propia seguridad del aeropuerto había bloqueado la entrada. Se identificó y lo dejaron avanzar unos metros. Duchamp le hacía señas desde la curva antes de la entrada. Henry superó el bordillo y estacionó en la acera, dejando el carril libre. Su compañero abrió la puerta del piloto y lo instó a bajar.
–Cálmate. Me estás poniendo nervioso.
–Es una masacre, Henry. Cientos de heridos. El hospital del aeropuerto está colapsado.
–¿Dónde están los nuestros? Me han dicho por radio que venían varias unidades.
–Aquí no ha llegado nadie. –Duchamp sostenía su cabeza con ambas manos. –Todavía tengo el pitido metido en los oídos.
–Son unos inútiles. –Henry desechó el cigarrillo con desprecio. –¿Qué estás haciendo aquí?
–Iba a París, te lo dije ayer. –Duchamp miraba con horror hacia la entrada del aeropuerto. Cinco ambulancias trataban de urgencia a multitud de heridos.
–Hay que crear un perímetro de seguridad. Ganemos tiempo y apartemos todo el tráfico que no… –Una nueva explosión sorprendió a Henry. La onda expansiva lo dejó sin habla. Duchamp arrastró a su amigo hacia el suelo. Los dos agentes tomaron cobertura tras el coche. Nuevos gritos de pánico se multiplicaron por el parking descubierto.
Inmovilizados ante la incertidumbre de otra explosión, los dos oficiales esperaron a que llegaran los refuerzos. El olor a carne quemada llegó hasta ellos. Duchamp apenas podía contener el llanto. Al instante, escucharon las sirenas. Dos coches negros y una división del ejército acompañaban a los coches policiales. Duchamp se recompuso y ambos salieron de su cobertura, con más miedo que vergüenza. En cuestión de minutos, los detectives acompañaban a los agentes especiales entre los restos de la masacre. Dos de las cinco ambulancias habían volcado. Humo y polvo irritaban sus ojos. Los dos agentes especiales que les acompañaban habían tomado el mando. Henry observó que se movían llenos de confianza. Conocían el aeropuerto mejor que su casa. Duchamp los seguía de cerca, respondiendo a las preguntas de los hombres trajeados. Se dirigieron al lugar de la segunda explosión. Henry seguía sus pasos cuando otro de los agentes atrajo su atención. Pedía que se identificara. Se agrupó con ellos en cuanto aclaró su identidad. Duchamp sostenía entre sus manos dos pasaportes.
–Alí Absad y Hamed Absad. Los hermanos carniceros. –Dijo uno de los agentes. Se han inmolado aquí, al menos uno de ellos. –Henry miraba con cinismo los documentos.
–Es sorprendente. No tienen ni una mancha de sangre.
–Estaban en el interior de esa chaqueta. –Dijo el agente a modo de escusa.
–La chaqueta que ocultaba parte de los explosivos, ¿me equivoco? –El agente no contestó, miró con fijeza a Henry. –Ha pasado otras veces. He pensado en forrar mi chaleco antibalas con pasaportes. Sería invulnerable.
–Está en calidad de testigo, detective. Limítese a hablar cuando le preguntemos. –Henry asintió y mantuvo el silencio.
Tuvo que acompañarlos hasta el lugar de la primera explosión. Había muchos heridos, entre ellos el personal sanitario. Otras diez ambulancias llegaron al aeropuerto. Los paramédicos actuaban con precipitación, poniendo a los heridos en peligro. Temían que estallara otro artefacto. Henry estaba seguro de que no habría más explosiones. La primera explosión había sucedido en la zona de embarque. Había causado centenares de muertos. La potencia del artefacto no se correspondía con la de explosivos caseros. Henry no se atrevió a apuntarlo. Duchamp era el perro fiel de aquellos hombres.
De vuelta en el cordón policial, fueron sometidos a un severo interrogatorio. Duchamp era un cooperante activo y Henry lo imitó. Ambos firmaron la declaración que aquellos hombres querían destacar.
–Márchense, declararemos el estado de excepción. El ejército patrullará en busca de culpables. Habrá toque de queda.
–Es una medida desproporcionada, el pueblo entrará en pánico. –De nuevo, el agente miró con fijeza a Henry. Decidió acabar con su comentario en aquel momento, sabiendo que había hablado demasiado.
–Es una decisión gubernamental. –respondió el agente con voz átona. –No son necesarios aquí, pueden marcharse.
Henry se dirigió a su vehículo. La luz azul seguía girando desde que lo abandonara sobre la acera del aeropuerto. Al acomodarse delante del volante, Duchamp montó a su lado.
–Creía que habías traído tu coche.
–Llévame a casa. No me apetece conducir. –Se acomodó en el asiento delantero. Al cabo de unos minutos, Duchamp rompió a llorar. Henry ardía en deseos por interrogarle pero su compañero se había derrumbado. Tendría que dejarlo para otro momento.
–Ha sido un día muy duro, amigo. Desahógate a placer.
–El peor de mi vida… Había niños, toda clase de gente. La chica que me puso el café, el hombre que me dio tabaco…
–Tenía entendido que no llegaste a entrar.
–Después de llamarte, me acerqué en busca de supervivientes. –Duchamp ahogaba el llanto. Henry trataba de encajar las piezas, sin conseguirlo. –Déjame por aquí. Puedo acercarme andando.
–Te llevo a casa. Es lo menos que puedo hacer.
Henry se sentía culpable. Estaba frío ante aquella masacre. Temió estar deshumanizado. Reflexionó unos segundos. No se trataba de aquello. En el fondo, su mente trabajaba en otra hipótesis. Había llegado a la calle de su compañero. Paró el vehículo frente al portal de Duchamp. El afligido detective salió del coche.
–Duerme un poco, mañana verás las cosas desde otra perspectiva. –Había cerrado la puerta antes de que Henry terminara la frase. El detective sacó el coche de la calle con una sombra planeando en su interior. Un detalle hizo que la sospecha cobrara vida. El coche de Duchamp estaba aparcado en su barrio. Lo reconoció por la pirámide egipcia sobre la matrícula. Era inconfundible. Volvió a hilar las incongruencias de su compañero. La certeza lo dejó sin aliento unos segundos. Todo encajaba. Duchamp estaba en el aeropuerto antes de lo que decía. Había ido en otro coche o lo habían llevado hasta allí. Conocía el lugar de las explosiones, como aquellos agentes de traje. Henry había actuado como fiscal, incriminando a su amigo. Entonces se encontró haciendo de abogado defensor. Duchamp era un buen hombre, no tenía razones para volar el aeropuerto. Era su compañero, un hombre en el que confiaba. Asesinar a cientos de personas inocentes no era del estilo de su compañero. Aquello era una locura provocada por el estrés de la situación. Usó el teléfono móvil y contactó con Marta. En aquel momento necesitaba salir de la realidad. Rezó para que la prostituta le hubiera hecho caso. Aquella habitación era la isla más tranquila que podía permitirse. La mujer descolgó el teléfono; Henry respiró aliviado.
No pudo descansar. La sospecha se mantuvo latente toda la noche. Pudo dormir el último tramo de la madrugada, acosado por pesadillas. Al despertar, Marta se había marchado. Una factura de tres cifras esperaba sobre la almohada. Aquella habitación no era su hogar, sólo trabajaba allí. Conectó la televisión mientras ahogaba el apetito con humo de tabaco. Se quedó atónito. Los medios de comunicación invadían la calle de Duchamp. El edificio donde vivía estaba destrozado. Una célula terrorista había sido localizada en aquella dirección. Hicieron explotar el edificio cuando los agentes especiales asaltaron la vivienda. Dos policías habían muerto. Gabriel Duchamp era uno de ellos. El otro era el mismo Henry. El cigarrillo se desprendió de sus labios. En cuestión de segundos, su cuerpo se pobló de señales rojas. Los disparos fueron inaudibles salvo por el sonido del cristal quebrado. Estaba ofreciendo todo su cuerpo al ventanal luminoso. Cayó abatido sobre la moqueta, junto a su cigarrillo. La vida se escapó, tiñendo la moqueta de rojo. Fue condecorado en su funeral, haciendo sentir orgullosos a su familiares. Henry había servido a su país con utilidad.
– FIN –