Volviendo a la realidad
Había sonado el despertador hacía media hora y lo había apagado sin remordimientos. Esta vez vibraba con insistencia, creando un sonido más desagradable. Lázaro llegaba tarde a su trabajo. Tardó diez minutos más en salir de la cama. Notó como el teléfono volvía a vibrar sobre la mesilla de noche. Lázaro sabía quién insistía al otro lado del terminal antes de corroborarlo. El señor Rosales lo estaría buscando por todas las salas de la oficina con el móvil en la mano. Aquello lo hizo sonreír. Encontraba una satisfacción perversa en hacer sufrir a su jefe el día de cierre de cuentas. Tomó su café con tranquilidad y se arregló sin ninguna prisa. Llegó a la oficina dos horas y media después, dejando al ascensor de lado y optando por subir los ocho pisos a buen ritmo. Las miradas que le dirigían sus compañeros eran graves, lo que indicaba que el señor Rosales estaría echando humo como una locomotora a vapor. Terminaba de aflojarse el nudo de la corbata delante de su escritorio cuando escuchó su apellido atronando la sala. – ¡Cantero, a mi despacho! – Lázaro se quitó la chaqueta y la dejó colocada en el respaldo de su silla, a continuación avanzó hacia el despacho del señor Rosales bajo la mirada atónita de toda la plantilla. Al cerrar la puerta tras de sí, creó un vendaval de rumores entre sus compañeros. Alberto Rosales, adicto al squash en su tiempo libre, lo miraba largamente. Vestía siempre impecable y jamás permitía que nadie se quitara la chaqueta. En aquella ocasión, no hubo excepción. – Me está provocando; llega dos horas tarde y se presenta ante mí con este aspecto… Hace calor, por lo que veo, ¿eh, Cantero? Vaya rodales que trae bajo los brazos. –Hizo una mueca de disgusto mientras movía el dedo índice en círculos, apuntando hacia abajo. –Dese la vuelta, por favor… Así, muy bien, tal y como suponía, tiene la camisa encharcada en sudor. Siéntese en la silla sin respaldo y cuénteme por qué llega a estas horas. –Lázaro hizo ademán de sentarse en el reposapiés que señalaba Alberto pero se quedó de pie frente al escritorio.
–Me quedaré de pie, señor Rosales, si no le importa. No pretendo estar mucho tiempo.
–Nos hemos levantado espléndidos, ¿verdad, señor Cantero? Cuénteme de forma rápida y concisa qué le pasa. Debería tener su producción aquí, sobre mi escritorio.
–Me voy de aquí, señor Rosales. Ya no trabajo para usted. –La cara de Alberto mudó de la satisfacción al asombro. Lázaro Cantero ingresaba diez mil euros mensuales para él. Era el trabajador más rentable de la empresa.
– ¿Te lo has pensado bien? No vas a encontrar un trabajo igual, tal y como están las cosas.
–Lo tengo claro. Me voy. –Alberto hizo una mueca de disgusto.
–Quiero que me cuente qué le pasa de forma tranquila y sosegada. Siéntese en la silla con respaldo, por favor. Haré que la limpien después. Hábleme con toda franqueza, señor Cantero, estoy muerto de curiosidad. ¿A qué viene esto? ¿Se ha dado un golpe en la cabeza o qué? –Lázaro relajó su posición erguida y tomó asiento, acomodando la espalda varias veces en el respaldo. Alberto no pudo evitar la mueca de disgusto aunque permanecía expectante.
–Verás, Alberto… ¿Puedo llamarte Alberto y tutearte?
–No.
–Está bien, señor Rosales. Fue exactamente hace dos noches cuando tuve el sueño más extraño de mi vida.
–Soñó que dejaba este trabajo, según lo visto.
–No, en absoluto, esa parte viene después. Voy a darle una explicación pormenorizada de los hechos que me han llevado a tomar esta decisión, le ruego que tenga paciencia y escuche. Para mí es importante. –Alberto asintió con la mirada perdida. –Como le decía, soñé que viajaba por la jungla. Era una de aquellas junglas de película, donde debía abrirme camino a machetazos a través de la maleza. Todavía siento escalofríos cuando di el último golpe a las ramas y surgió ante mí un templo azteca, maya o algo similar… Tenía forma de pirámide antigua, aunque no eran como las de Egipto.
–Vale, soñaste que eras Indiana Jones, ¿qué más? –Alberto jugueteó con la taza de café que tenía delante a medio beber.
–Cuando pasé por la inmensa puerta, me encontré rodeado por extraños personajes, a todos ellos los identifiqué como antiguos dioses griegos. Me miraban con comprensión y afecto, me reconocían como su igual. –Lázaro hizo una pausa, regocijado por la sensación de poder que experimentó entonces y que acudía a su recuerdo.
–Normal, eras el puto Indiana Jones.
– En realidad se referían a mí como Apolo.
–Claro, Apolo de Limón… –Alberto suspiró profundamente antes de continuar, la broma fue acogida con frialdad. – ¿Sabe qué sensación está usted dando, señor Cantero? Da la impresión de que está mal de la cabeza.
–Es tan solo un sueño, señor Rosales; una experiencia subjetiva de mi subconsciente que, sin embargo, ha ayudado a que tome la decisión de abandonar este trabajo. Tómeselo con deportividad y déjeme terminar, no queda mucho.
–Continúe, Indy. –Alberto sonreía irónicamente.
–No todos los dioses estaban contentos de verme allí. Hefestos, marido de Afrodita, se enemistó conmigo al verme.
– ¿Por qué?
–Bueno, la bienvenida fue realmente acogedora, aparte de tomar el té con Zeus, tuve un encuentro cercano con Afrodita. Un encuentro sensacional. Hefestos apareció justo cuando mejor nos lo pasábamos. En el sueño era una entidad invisible.
–Y te dio una paliza por follarte a su mujer, es lógico. –Alberto buscó en el cajón una petaca y volcó un poco de contenido sobre la taza de café.
–Era la diosa Afrodita, una invitación así no se puede rechazar. En todo caso, Hefestos se hizo visible en forma de meteorito que fue acercándose a una velocidad acojonante. Las amenazas de muerte se hubieran cumplido si no llego a hacer lo que hice, estoy seguro. Iba a morir. De hecho, una parte de mi, murió tras aquel combate.
– ¿Un combate? ¿No le aplastó como a un insecto? –El señor Rosales se recostaba en su respaldo, bebiendo de la taza, con la ironía dibujada permanentemente en su rostro.
–Recordé que no era Lázaro Cantero. Era el dios Apolo. Apareció en mi brazo izquierdo un escudo brillante y en mi mano derecha tenía una lanza hecha del mismo sol. Aguanté la embestida de aquella mole titánica. Parte de mi ser se consumió ante el impacto pero la mayor parte sobrevivió con la energía suficiente para contraatacar. Clavaba la lanza solar a la velocidad de la luz repetidas veces hasta deshacer el núcleo oscuro de Hefestos en la nada.
–Y despertaste y decidiste dejar el trabajo. –Lázaro ignoró deliberadamente el comentario.
–En el interior del núcleo destrozado de Hefestos había un cofre, que tomé y abrí en aquel instante. Al acercar la cabeza al cofre, escuché la voz de Afrodita. Me decía que aquello era la prueba de mi verdadera naturaleza.
– ¿Y qué había en el cofre?
–Una serie de números que me encargué de memorizar. Los sigo teniendo grabados a fuego en mi mente. El caso es que ayer, al finalizar el trabajo, pasé por una oficina de lotería y… ¿Lo adivina?
–No me lo puedo creer. Me está tomando el pelo, señor Cantero.
–Se lo aseguro, anoche escuché el sorteo por la radio. Lo comprobé por internet. Tengo el número ganador.
–Un décimo de lotería le dará para dos o tres años de gastos moderados, tampoco se emocione. –La expresión de Alberto Rosales era de absoluto desprecio.
–Compré toda la serie. Nadie había comprado ni una sola participación. El número estaba aguardando a que llegara yo. Era la prueba que confirmaba la realidad de mi sueño.
–Tú crees que… realmente crees que es una prueba de que tú eres… –El señor rosales estalló en carcajadas. –Eres un pobre ingenuo. Tienes mucha suerte pero sigues siendo un pobre ingenuo.
– ¿Qué pensaría usted, señor Rosales?
–Pensaría en llamar a un buen psicólogo. –Alberto se levantó del escritorio por primera vez desde que hiciera pasar a Lázaro, la sonrisa se desvaneció en sustitución del serio aspecto de siempre. –Bueno, señor Cantero, que tenga usted suerte. Si le ha tocado la lotería, no tendrá que preocuparse por el dinero. Adiós. –Apoyó los puños sobre la mesa y realizó un ademán con la cabeza para que Lázaro abandonara el despacho.
–Me llevo un especial recuerdo de usted. El tiempo que he estado en esta empresa me ha enseñado mucho. –Aquella vez, Lázaro no pudo evitar la mueca irónica. Le tendió la mano a Alberto pero éste siguió con los puños sobre la mesa, visiblemente ofendido. Lázaro, sonriente, cerró la puerta tras de sí. Sus compañeros lo observaban casi con devoción. Se vistió la americana y tomó algunos efectos personales. Descubrió un último cigarro que había en un paquete gastado. Se lo colocó en los labios y encestó el cartón hecho bola en una papelera cercana. Según abandonaba el edificio iba despidiéndose de todos sus compañeros con amabilidad y buen humor. Al llegar a la calle, el cigarro humeaba encendido. Lázaro no recordaba haberlo prendido. Ni siquiera llevaba encendedor. Torció el gesto reflejando satisfacción y se alejó por la acera, fumando, hasta ver el Pontiac Coupé verde oscuro, adquirido una hora antes. Un mendigo esperaba al lado del vehículo, espantando a cualquiera que se acercara a tres pasos del coche. Cuando Lázaro se aproximó hacia él, el hombre sonrió. –Ni una cagarruta de paloma, está impoluto, señor. –Lázaro devolvió la sonrisa y entregó dos billetes de cincuenta al improvisado guardián, que se alejó raudo de allí.
Alberto Rosales reflexionaba sobre la inaudita historia. Siguió a Lázaro con la mirada desde la ventana de su despacho. Fue entonces cuando lo vio montar en el Pontiac. El corazón le dio un vuelco. A pesar de la distancia, sintió los ojos de Lázaro Cantero clavarse en el. Sacó el brazo izquierdo por la ventanilla y le mostró el dedo anular mientras aceleraba rabiosamente. La frustración lo cegó y golpeó la mesa repetidas veces mientras volvía a mirar por la ventana, incrédulo. El Pontiac se perdía en la distancia. Notó entonces el dolor agudo en su pecho. El corazón estaba fallando. Lleno de temor, acertó a abrir la puerta de su despacho para caer desplomado frente a su secretaria. Se daba por muerto, la ambulancia no llegaría a tiempo y fallecería sin remedio. Cuando daba todo por perdido, el señor Rosales se recuperó ante la mirada atónita de su personal. Volvía a estar bien, milagrosamente. Los pensamientos de Lázaro habían cambiado, ya no le importaba si vivía o moría el señor Rosales, era insignificante. Su mente estaba fija en otra idea: debía crecer como humano para manifestarse como dios. Aceleró calle arriba hasta abandonar la ciudad en busca de su destino.